Todos necesitamos que se nos escuche. Unos necesitan que se les mire para poder ver en su mirada lo que llevan callando tanto tiempo, otros necesitan que la otra persona ponga simplemente el oído para volcar sus miedos, otros necesitan una escucha más elaborada, cual plato de cocina francesa.
Hay personas que necesitan ser escuchadas, y eso no es solamente que alguien te preste su oído como si fuera un renting o un servicio de “señorita de compañía”, tú precisas de alguien que activamente esté en cuerpo y alma en esa conversación. Y digo “tú” porque si estás leyendo esto, quiere decir que necesitas urgentemente que la voz de tu alma se escuche, una vez pueda ser manifestada.
Ser escuchado da mucho miedo, por eso preferimos muchas veces a personas que no supongan una amenaza a nuestra vulnerabilidad. Personas con las que no podamos ser nosotros mismos, con las que hablemos de temas banales y simplones.
Las personas que saben escuchar son bálsamo y refugio pero también se convierten en cómplices. Y hay personas que prefieren cometer sus “delitos” emocionales en solitario.

Las personas que escuchan tienen un alto grado de empatía pero no les desborda, si no, no podrían escuchar el aullido interior que emerge silenciosamente a través del silencio y la mirada de quién está en frente.
Aprendemos escuchando. Hay una necesidad narcisista en la escucha, queremos vernos reflejados y que esas palabras nos sirvan de solución a nuestros propios problemas. Buscamos el antídoto propio en el drama ajeno y eso es egoísta.
Cuando uno se dedica a ser coach, la motivación no puede ser solucionar tus conflictos internos; escuchar a tu cliente no es una terapia para tus traumas no resueltos, deberías haberlos ido resolviendo ya.
Cuando escuchas, dejas de lado lo tuyo para ser apoyo de lo de la otra persona, y eso debería ser así con familiares y amigos, pero es prácticamente imposible en este mundo donde el egocentrismo y la falta de presencia hacen acto de la misma.
Cuando escucho a una clienta tengo que dar un feedback, no puedo estar divagando en mis miserias cual barco a la deriva. Tengo que devolver el guante con una pregunta clave, una pregunta que cuestione, que toque la yaga pero no lo suficiente como para herir, sí para despertar.
Mi trabajo no es fácil, no puedo ponerme a llorar con lo que me explica una clienta y, soy de las personas más lloronas que os podéis cruzar y más, desde que supe que llorar y despotricar evita somatizar en el cuerpo los sufrimientos.
Una clienta es alguien que te ayuda a crecer como persona, lo de crecer como profesional es el valor añadido. Cada vez que escucho y hago una pregunta, es la misma que me hubiera gustado a mí recibir de la veintena de personas a la que le explicaba yo mis cosas.
Es una bofetada a tus excusas, es una palmadita que te dice: “Sé que es duro y no lo puedo hacer por ti, quiero que lo digas tú”. Mi trabajo es de cuestionar, indagar, orientar, guiar a la persona con preguntas, a veces incómodas y siempre liberadoras.
Pocas personas tienen a alguien que les rete a ser la mejor versión de sí mismas, pocas personas tienen una escucha “reactiva” delante. Y no muchas personas tienen, simplemente, a alguien que haya pasado por lo mismo y tenga la humildad de reconocerlo y las ganas de aportar algo útil al otro en vez de hundirlo o dejarle autoengañarse. Escuchar a otro es abrazarle en lo emocional, es mejor que hacer un cumplido.
Es muy difícil que una de mis clientas se autoengañe. Recuerdo a una de ellas que justificaba, con deshonestidad para sí misma, su decisión en cada pregunta que le hacía y al final, hice una última pregunta, me dijo, “bueno, aquí me has pillado, visto así, sí”.
Mi trabajo no es jugar al “pilla pilla”, mi trabajo es algo muy bonito (no exento de ser el poli malo muchas veces en buen sentido), es como ver dar a luz a muchas vidas emocionales, es como ser comadrona de muchas creencias y emociones liberadoras, es saber ver la fuerza interior de cada mujer aún cuando ellas y sus ex parejas no se las ven. Es saber ver a esa niña indefensa y a la vez, su potencial como mujer de sí misma y para eso hace falta escuchar.
Me da igual dar clases, hablar en la radio, impartir sesiones de coaching individual o en grupo, escribir en el blog o en poesía o, simplemente, decir la mía, disimuladamente, en un corrillo. Creo esencial mi causa y si puedo evitar un sufrimiento más o hacer servir de chispa para el cambio, lo haré. Pero para todo esto, primero tengo que escuchar bien lo que se cuece.
Mi trabajo es un orgullo para mí, es lo que creo que he de hacer y por lo que pasé todos esos periplos no exentos de dramas palaciegos. Para mí esto es mi causa, una causa que abandero y abanderaré de por vida, no sé en que forma (como dice la canción) pero lo haré.
Pues veo los cambios de las chicas, sus caras son otras conforme avanza el proceso. A todas las veo más jóvenes tres meses después y, a la vez, tienen una expresión más adulta, madura, propia de quien se sabe y sabe lo que quiere.
Yo no soy médico de cirugía estética y sin embargo, sus rostros son otros cuando pasan las sesiones, no soy yo, eres tú. Es el poder de la coherencia interna y la autoestima.
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